En los
últimos tiempos, el online dating o “sitio de encuentros” (o
sea, las citas por Internet, el ligoteo virtual o los romances
electrónicos, etiquétese al gusto), en casi cualquiera
de sus ya múltiples manifestaciones (Los “solteros exigentes” de
eDarling, “La vida es corta. Ten una
aventura” y las infidelidades programadas de Ashley Madison, las “Aventuras discretas” de
Tinder, los 245 millones de cuentas de
Badoo para “Tener una cita”, los “Hombres objeto para mimar” de Adoptauntío y
el resto de parejas virtuales, ciberromances algo-duraderos,
encuentros fugaces geolocalizados, etc.), se ha convertido en un
temazo de acalorados debates y fenómeno hasta-en-la-sopa. Qué pena
que este país, con tantos tertulianos por centímetro cuadrado
(sector productivo en expansión), no aborde una novedad de tanto
calado social como esta. Como la cuestión da para océanos de tinta
y milmillones de comentarios de todo tipo me detendré solo a
mencionar uno que me sorprende sobremanera; más allá de los
aspectos más evidentes y visibles y los chascarrillos obligados.
Bajo la
forma descreída, pícara o posmoderna de un espacio de encuentro y
gestión tecnológica de las relaciones subyace habitualmente la idea
de que existen métodos, algoritmos, mecanismos, procedimientos y, en
muchas casos, toda una “ciencia del amor”, que funcionan.
Esto es, cada una de estas apps o webs utiliza una fórmula
diferente para generar el encuentro, favorecer el match o
producir la cita. El abanico va desde el mero cruce callejero (Happn) que renunciaría, de alguna manera a la
objetividad algorítimica y abusaría de la coincidencia
espaciotemporal, hasta complejos sistemas estadísticos que anuncian
a bombo y platillo algunas webs. Si no recuerdo mal, Match o Meetic usaban hasta hace poco
un formulario de 100 preguntas cuyo resultado quedaba representado
mediante llamativas gráficas tridimensionales, curvas gaussianas que
abarrotaban la pantalla y colorines estampados de mesa camilla. La
encuesta realizada, se nos aseguraba, afinaría matemáticamente para
identificar a nuestro medio cítrico en una base de datos de millones
de perfiles descarriados en busca de oveja o pareja. Entre medias,
otras cuantas de estas celestinas virtuales tiran de los datos
personales y muros de redes sociales, de una lista de gustos y
hobbies autorrellenados o simplemente de fotos en poses inverosímiles
y clasificaciones dudosas (hasta hace poco Badoo usaba el horóscopo
como criterio de búsqueda). Una computación multivariante más compleja que la cocina del CIS en tiempos de elecciones o que la propia NASA va agrupando tortolitos por pares o evaluando nuestra laberíntica
vida relacional.
En
definitiva, abróchense los cinturones y ajústense las correas de
sujeción, el siglo XXI ha entrado por nuestras puertas. A las casas
inteligentes con neveras que nos hacen la compra en Carrefour o los
smartphones que nos miden las pulsaciones en pleno footing,
hay que sumarle un invento que viene a agitar nuestras aburridas
vidas: la nueva “informática del deseo” o los “algoritmos del
amor”. Los arcaicos solteros de plan o las primitivas agencias
matrimoniales vienen a plegarse y verse sustituidos por una compra
por catálogo de encuentros y encontronazos o un mercadeo cibernético
del ligue. Pero la diferencia es que esta vez el “match” es
científico, la cita es el cruce entre la curva de la oferta y la
demanda, la conexión viene avalada por un método (Descartes
resucita), el flechazo queda garantizado por un sistema de
coincidencias exactas de curvas, funciones, mediciones, pesos y
alturas, logaritmos y derivadas. El propio Tinder se ha encargado de
titular uno de sus videos promocionales de una manera concluyente:
“The science of love”.
Asistimos al nacimiento de una nueva disciplina que sustituye la
química entre personas por una máquina con el software adecuado.
Sí, ya
sé, soy simplista. Se me argumentará que no, que no es para tanto,
que son solo trucos para facilitar charlas (el “¿Estudias o
trabajas?” de antaño), señuelos para entrar en el mercado de
relaciones o coartadas y empujoncitos para que cualquier usuario/a
del servicio pueda iniciar su aventura sin titubear. Sin embargo, me
refiero al aura que envuelve sugerentemente este nuevo productor de
ciber-Romeos y e-Julietas: todos estos servicios están revestidos en
un cierto sentido de ecuaciones mágicas parejiles, bálsamos de
Fierabrás del pajareo y tecnologías de la conexión íntima.
Incluso entre las versiones más escépticas que circulan por la red,
hay siempre una moraleja de que corrigiendo o hackeando las fórmulasadecuadas es posible encontrar un perfecto “true love”.
Pues a mí la idea de la compatibilidad humana matemática llevada a
las últimas consecuencias y de la tecnología al servicio del
vínculo y la atracción no deja de atormentarme. Cupido ya no
dispara en cualquier dirección, lo hace al dictado de un modelo
predictivo con sus propias variables, de un vaticinio de seducciones
entre cuerpos o de una ley gravitatoria de las quedadas con unos
pocos datos (¿cocina asiática o italiana?, ¿heavy metal o flamenco
pop?, ¿tanga de leopardo o a rayas?). ¿No nos habremos dejado
arrastrar por ese espíritu predictivo y positivista de la economía
financiera que intenta modelizar cada uno de nuestros
comportamientos? ¿No estamos otorgando demasiada confianza al menú
que nos oferta una app o un website? Nada más lejos de mi intención
dar moralinas o criticar el big data al servicio del amor
romántico y de otras variantes. Solo poner sobre la mesa las
promesas vertidas en buscadores de rollos, agregadores de amistades
con derecho a roce y repositorios de relaciones de diversa índole
que se han barnizado con varias capas de cientificidad, veracidad y
precisión milimétrica.
Sin
embargo, la mayoría de estudios científicos sobre los presupuestos
científicos de tal posibilidad son bastante escépticos.
No diría que los métodos publicitados en los sitios de encuentros
fallen como escopetas de feria pero tampoco atinan como prometían y
a lo sumo, tienen la mismita puntería del “cara a cara”. Es
decir, puestos a acertar o equivocarnos, la elección está más bien
en hacerlo desde un sillón casero o en la barra de un bar. La
mediación del online dating altera el proceso (lo gestiona, lo
organiza, lo modula, etc.) pero no los resultados. No existe un Santo
Grial digital que garantice goleadas o tesoros. Al final, como
concluye este artículo de The Guardian, las apps y webs de
online dating nos dicen mucho más de nuestra relación con la
tecnología (y la mitología que le acompaña) que de nuestras relaciones sociales, afectivas o sexuales realmente existentes.
Y quizás también sobre el valor que se da al match, a la
coincidencia y a la pareja, como si existiera una esencia última de
la afinidad accesible gracias al servicio de la tecno-matemática.
Sin
ánimo de hacer preguntas difíciles, ¿se puede computar la
atracción física, estimar la conexión afectiva o predecir el gusto
mutuo? ¿A qué huelen las nubes? ¿Cueces o enriqueces?
En gran parte, estoy muy de acuerdo contigo (y con lo que había comentado Maliba sobre la cosificación, sobre todo en algunos de estos sitios y apps). Hace poco estaba con unos amigos en un bar y uno de ellos buscó en Happn a la chica que estaba junto a nosotros en la barra, y no pude evitar pensar que esto se nos está yendo de las manos.
ResponderEliminarSin embargo, ese mismo día acabé instalando OKCupid y la experiencia no es tan aberrante como esperaba (o como me estaba resultando Tinder, por ejemplo). A ver si me animo y escribo una entrada desde el otro lado.
¡Un placer contar contigo por estos lares!
Gracias Vega,... yo estoy de acuerdo conmigo solo en parte (jejeje)... en cualquier caso no pretendía ser una crítica (moral) al Online Dating en general ni abogaba por abolir su uso (de hecho, lo he probado en mis propias carnes)... solo digo que usar la tecnología para hacer lo que se hacía a mano, a pelo o cara a cara no garantiza unos niveles más altos de éxito o unos resultados más precisos. En mi opinión dicha "ciencia del match" es más un discurso publicitario que una realidad empírica...
ResponderEliminarPero dejando de lado los rollos teóricos... esto me recuerda mucho al caso (digno de una peli de Almodovar, por lo menos) hace unos años de un matrimonio serbio en crisis que se volvieron a encontrar en un chat online sin saber quienes eran y se re-enamoraron charlando virtualmente y contándose mutuamente sus problemas de pareja hasta que se vieron realmente, jejeje... http://tecnologia.elpais.com/tecnologia/2007/10/16/actualidad/1192525265_850215.html
Me encanta la idea de estar de acuerdo con uno mismo sólo en parte. :)
ResponderEliminarNo, mi reflexión iba más precisamente porque estoy súper a favor del tema de las preguntas y la afinidad matemática. Viva OKCupid y muerte a Tinder. Y tal. Pero creo que lo podré explicar mucho mejor un día que haya dormido.
Fan total del matrimonio serbio. ¿Eso no debería considerarse un signo claro de amor de verdad?
Enhorabuena por el artículo. Me ha encantado el estilo de escribir del autor.
ResponderEliminarRespecto al tema, creo que parte del fracaso de estas herramientas es que se las evalúa (y se venden ellas) por su capacidad para que sus usuarios encuentren el amor.
Y me da la impresión de que los usuarios no lo usan para eso. Más bien buscan sexo o en todo caso un "a ver qué pasa". Pero nadie está predispuesto al amor (que es condición sine qua non para enamorarse).
Así que estamos evaluando a una tostadora por su capacidad de secar la ropa
Muy cierto que esa "ciencia del amor" que nos venden no es más efectiva que conocer a alguien en un bar. Yo creo que la gran diferencia es que la gente que está en esas webs o apps o lo que sea, si busca "algo". No tiene porqué ser amor, como bien dice Jesús, pero si conocer a alguien, sexo, un rollo... llámalo X. Lo cual hace que todo el mundo tenga una predisposición a priori, y eso debería ayudar. No como en un bar, que mucha gente está ahí para tomar algo y charlar con sus amigos y no para buscar a nadie más, y no todo el mundo lo entiende...
ResponderEliminarMuy buen artículo, gracias Igor!